
Cada boda es un universo propio. Detrás de cada mirada, cada gesto, cada rito, hay historias que merecen ser contadas con sensibilidad y atención al detalle. Uno de los aspectos que más disfruto como fotógrafa de bodas es poder capturar la esencia única de cada celebración —especialmente cuando está cargada de símbolos, herencias y emociones profundas.
Algunas ceremonias tienen momentos que, aunque puedan parecer pequeños, están llenos de sentido: una copa que se rompe, un manto que se extiende, la danza que une generaciones. Son detalles que hablan de raíces, de identidad, de comunidad. Para mí, esos momentos no solo son fotogénicos, son profundamente humanos.
Fotografiar una boda no es solo hacer clic en el instante justo. Es entender lo que ocurre, respetar los tiempos, anticipar lo que viene. Es acompañar desde la discreción y dejar que la emoción sea la protagonista.
Si hay algo que busco siempre, es honrar la historia que cada pareja quiere contar. Con luz natural, miradas auténticas y un enfoque que prioriza lo real, busco que cada imagen sea un recuerdo fiel —y bello— de lo vivido.